el viaje


Hace muchos días que no actualizo con nada.

Hace ya tiempo que en el trabajo no tengo tiempo de escribir ninguna de mis tan aclamadas efemérides y en los últimos días no he estado en casa.

Siento que os voy a defraudar cuando leáis lo que voy a escribir y me gustaría poder disculparme por ello, pero no es lo que siento. Quizás el final de la historia de la puerta negra no sea el que os esperabais o quizás os parezca soso o falto de contenido. Pero ha sido así. Después de esta entrada no volveré a hablar de la puerta negra, esa puertecita de hierro que encontré en mi cocina, ni de su contenido, al menos por el momento.

Y es que el otro día me decidí a abrirla. Hablando con Francisco, él me dijo que un ave típica de la temporada invernal, indicio claro de que algo raro estaba pasando, un petirrojo, había aparecido en su casa y sin comerlo ni beberlo, como quien no quiere la cosa, le dijo que, por favor, le diera la llave que abría la puerta que había en mi cocina. Desconozco como pudo saber Francisco de qué llave le estaba hablando el petirrojo ni cómo pudo llegar a sus manos. También desconozco cómo fue el petirrojo capaz de llegar desde casa de Francisco a la mía, teniendo en cuenta los miles de kilómetros que nos separan. Desde hace un tiempo vivimos en ciudades distintas y ambos hemos pasado por innumerables mudanzas… y por supuesto desconozco cómo un pequeño pájaro fue capaz de meter la llave en el cajón de la cubertería.

Pero todo esto pasó antes de abrir la puerta. Cuando volví a hablar con él después de los acontecimientos relacionados con la apertura de la puerta me confesó que no recordaba nada del episodio con el petirrojo. Mientras yo se lo contaba, él no daba crédito, tuve que enseñarle el comentario que él mismo había dejado en detrásdelacortina, dijo que era imposible, que no se acordaba y que él no podía haber dejado ese comentario. Supongo que cuando lea esta entrada, entenderá muchas cosas.

Para empezar debo decir que la puertecita está cerrada y permanecerá así durante un tiempo, no sé por cuánto tiempo, no puedo saberlo, no es un conocimiento que se haya puesto a mi alcance, no como otros.

Pero vamos a lo que nos acontece…

Hace aproximadamente 3 semanas me decidí a abrir la puerta. En ese momento yo todavía no conocía el episodio de Francisco y el petirrojo… la verdad es que me aterraba lo que podía pasar en el momento en que abriera la puerta, tenía una sensación extraña, de peligro, un sentimiento que me instaba a no hacerlo, a dejar pasar el tiempo, a esperar… pero en cambio otro sentimiento había aflorado en mí desde el momento en que descubrí que el armario de la cocina hacía un ruido diferente al golpear en un trozo concreto… un sentimiento de curiosidad, de ganas de descubrir, un sentimiento que me llevaba a querer comprobar qué era lo que había detrás de ese armario. Al descubrir la puerta, ese sentimiento creció, cambió. Abrir esa puerta se convirtió en una necesidad, en un anhelo, aún sintiendo ese otro sentimiento de peligro en mi interior. Uno de los dos tenía que ser más fuerte que el otro. Al final, el miedo resultó vencido.

Así que una noche cogí la llave, la tuve 3 horas en mi mano, los ojos yendo y viniendo de la puerta a la llave, de la llave a la puerta, de la puerta a la llave… cada minuto parecía más largo que el anterior, cada segundo, acompasado con los latidos de mi propio corazón, sonaba más fuerte que las campanadas que anunciaban el paso de las horas, tan lentamente, tan ceremoniosamente….

Pero al fin, llegó el momento, tenía que llegar, formaba parte de mi destino, como luego descubrí. Me armé de valor, metí la llave en la cerradura y le di una vuelta, tiré del pequeño pomo, pero la puerta no se abrió. Le di otra vuelta, volví a tirar del pomo, pero la puerta seguía cerrada. La idea de rendirme no se me pasó ni un momento por la cabeza, así que le di otra vuelta. Una tercera. Esta vez sonó un clic.

Se había abierto la puerta.

Tiré del pomo hacia mí. La puerta se abrió unos milímetros. Pero en ese momento el frío se apoderó de la cocina. Me quemé los dedos con los que sujetaba el pomo. Lo solté rápidamente. Me quemé del frío.

Un viento helado salía de detrás de la puertecita. Dudé. Me asusté, pero no me dejé acobardar, así que seguí adelante en mi empeño de abrir la puerta. Me puse los guantes con los que arreglo los rosales, y volví a tirar de la puerta un poquito más. Esta vez se abrió del todo.

La cocina se heló, literalmente. El frío mordía la piel.

Salí de la cocina y rápidamente fui a poner la calefacción. Gracias al buen tiempo que estaba haciendo esos días, hacía tiempo ya que había apagado la caldera, pero no me costó mucho volver a encenderla. Cuando volví a la cocina vi que un par de botellas de agua habían explotado al convertirse en hielo. Estaba alucinado. No podía creer lo que estaba pasando. Todo ese frío salía de una puertecita minúscula. Era increíble.

Salí de ahí y cuando la calefacción empezó a notarse en la casa volví a entrar en la cocina. Aunque todavía hacía bastante frío, la temperatura había subido unos cuantos grados.

De la puerta salían ráfagas de viento helado y no podía uno ni acercarse a mirar. Ni siquiera podía tocar la puerta, era incapaz de acercarme a más de 2 metros de ella. Como no podía hacer nada decidí esperar y ver qué pasaba. De repente el viento paró. Estuve escuchando por si algún sonido me indicaba que todavía era pronto para acercarme. No oí nada así que me acerqué a la puerta. Miré dentro y lo que vi me dejó más helado de lo que estaba.

Ahí dentro había un pequeño túnel y al fondo de él un objeto de forma ovalada que brillaba con tonos rojos y dorados. La luz que emitía se reflejaba por las paredes del túnel.

Metí el brazo para alcanzarlo. El interior del túnel todavía estaba frío, apenas llegaba al objeto, pero mis dedos lo rozaban. Sorprendentemente, su superficie era cálida y suave. Con un pequeño esfuerzo más, lo agarré y lo saqué del túnel. Era un huevo, o al menos tenía la forma de huevo.

De repente, todo volvió a su temperatura normal. El huevo era fascinante, no podía dejar de mirarlo, dorado y rojo, del tamaño de un puño, emitía luz de todos los colores y de repente, empezó a palpitar, rápidamente, como si notara que ya no estaba en su fría guarida. Sentía mi mano, igual que yo sentía su movimiento.

Fui al comedor, puse un cojín del sofá encima de la mesa, coloqué en él el huevo con mucho cuidado para que no se cayera y me senté delante. Estuve horas mirándolo, sin poder apartar la vista de ese fascinante objeto y cuando creía que ya no iba a pasar nada un chillido agudo y estridente resonó por todo el comedor. Me llevé las manos a las orejas para amortiguar ese horrendo grito y me di cuenta que el huevo se había resquebrajado. De él salía un humo negro que llenaba toda la habitación. El olor que producía ese humo era inaguantable. Ya casi no podía ver nada y el chillido no cesaba. Intenté levantarme pero tenía las piernas enganchadas al suelo y los ojos clavados en la abertura del huevo. Tampoco podía mover los brazos. Supongo que acabé desmayándome.

No sé cómo definir lo que pasó a continuación. Fue un cúmulo de cosas, de sensaciones, de sentimientos, de imágenes, de sonidos, de recuerdos. Fue una especie de viaje por el tiempo, al pasado, al futuro, al presente. Fue un viaje por la Tierra, por otros planetas. Fue un viaje hacia dentro, hacia fuera… estaba en un sitio y al segundo siguiente estaba en otro. Había voces que me hablaban, me decían lo que tenía que hacer, lo que quería saber, lo que no quería saber, donde tenía que ir, me preguntaban, me aconsejaban… hablaban en diferentes lenguas, lenguas que desconozco pero que entendía como si fueran mi lengua materna. Caía, manos que me recogían y me volvían a lanzar al aire y de repente… nada.

El silencio.

Abrí los ojos.

Estaba en un lugar lleno de humo blanco, un humo cálido, no dañaba a los ojos, pero no me dejaba ver más allá de dos palmos. Empecé a caminar lento, pero decidido y poco a poco, con cada paso que iba dando, el humo se iba extinguiendo. Descubrí que estaba en una sala enorme con grandes vidrieras de color dorado que, a medida que desaparecía el humo, iban llenando el espacio de luz dorada.

Encontré una silla y cuando la toqué una voz me dijo que me sentara. Me senté, eso fue lo que hice.

Enseguida noté unos pasos detrás de mí y cuando me giré para mirar no vi a nadie. Al volverme a girar encontré una persona sentada enfrente de mí en una silla igual que la mía que antes no estaba ahí. Esa persona iba vestida con una túnica blanca con una capucha que no me dejaba ver su cara. Apareció una mesa. En el centro, el huevo, completamente abierto.

Me dijo que no tuviera miedo y no lo tuve. Me dijo que tenía que escucharle y le escuché.

Su voz era de hombre y mujer a la vez, sonaba como si muchas voces estuvieran hablando a la vez. Su tono era cálido, y su ritmo calmado.

Después me felicitó por haber abierto la puerta, me dijo que otros como yo lo habían intentado pero que algunos no lo habían conseguido. Otros habían tardado mucho más tiempo que yo. A veces hacía falta mucha fuerza para conseguirlo. Los que lo habían conseguido también habían estado ahí.

Miré el huevo y me dijo que no me preocupara por él. Que estaría bien.

Me preguntó qué había escuchado durante el viaje que había hecho antes de llegar a esa sala.

Le conté todo lo que había escuchado, lo que me habían dicho, lo que había visto y lo que había recordado.

-¿Lo has entendido todo? –Me preguntó después.

-Sí –Le contesté.

-Entonces sabrás que la puerta…

-…debe permanecer cerrada por el momento. –dije terminando su frase.

-Así pues, es hora de que vuelvas. Podrás explicar lo que ha sucedido tú mismo. Nadie recordará nada. Todo será como antes. Como si no hubiera pasado el tiempo. Podrás explicar todo lo que quieras, tienes derecho, todo excepto lo que se te ha revelado en el viaje. Has hecho bien.


Cuando desperté, estaba en la silla del comedor de casa. Habían pasado dos semanas. El huevo había desaparecido y en la cocina, el armario volvía a estar en su lugar, donde debía estar, tapando la puerta que cerraba el túnel que escondía el huevo rojo y dorado. En mi cuello, colgada de una cadena de oro, la llave de la puerta. El ojo, que recordareis era una piedra de ámbar, estaba cerrado. Como la puerta. Por el momento.

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