la infancia es la patria de todos



Samuel, mirándose al espejo, recordaba todo lo que de pequeño había soñado y deseado que se hiciera realidad cuando fuera mayor. Se acordaba de su juguete favorito, una cometa que hacía volar en el jardín de detrás de su casa los días en los que el sol parecía que fuera a estar ahí para siempre. Se acordaba de sus padres, familiares y amigos, que tantas veces le habían acompañado en sus ires y venires.
Recordaba especialmente aquel viaje de sus sueños, el que había hecho hacía justo un año. Las calles de Ciudad Esperanza rebosaban de alegría, de colores y de gente animada. Sus playas, de cristalinas aguas y cielos violáceos al atardecer habían sido el lugar perfecto para expulsar las incertidumbres, los dolores y los infortunios de los últimos años. Sus parques y jardines, repartidos por doquier habían sido un perfecto compañero para las tardes de merienda, tardes que sirvieron para hallar un nuevo enfoque de su, hasta entonces, según creía él, carente de sentido vida.
Una de esas tardes, cuando llevaba en la ciudad más de dos semanas, había ido a comer, como cada sábado, al Café Regional. Mientras saboreaba el delicioso merengue de limón, se había acercado a su mesa un niño, de grandes ojos verdes y misteriosos y había dejado en ella un pequeño tren de madera. El niño estaba jugando y no se había dado cuenta que en esa mesa había alguien. Y Samuel, se había quedado mirando aquel tren. Le recordaba mucho a uno que tenía cuando era más o menos de la edad de aquel niño. Lo cogió y lo estuvo mirando un buen rato y cuando había querido devolvérselo al niño, éste había desaparecido.
Al salir del Café se había puesto a pasear, como siempre, sin rumbo, con la intención de cruzarse con algún jardín donde pasar la tarde. Después de un rato encontró uno, precioso y pequeño. No había estado nunca en él. Nunca lo había visto. Y estaba convencido que no era la primera vez que había pasado por esa calle. El jardín no era muy grande, pero aún así parecía enorme. Era como si permaneciera ajeno a todo lo que le rodeaba. Era una plaza circular, con arbolitos alrededor y en el centro una fuente con una estatua de Chronos, dios griego del tiempo. Había dos mirlos blancos bebiendo agua. Aquella fuente tenía algo mágico, algo cautivador. Chronos estaba representado como un ángel de enormes alas, con barba y cabellos largos y rizados sentado en el borde de la fuente, como esperando el pasar de los tiempos. No se oía ningún ruido y Samuel se sentó en un banco frente a la estatua. Observó cada detalle de su barba, de sus rizos, de sus alas… Se acordaba que la había estado mirando bastante rato, hasta que algo llamó su atención. Alguien se había acercado sin hacer ruido y se había sentado a su lado.
-¿Quién eres? – le dijo, mirando al niño de grandes ojos verdes y misteriosos que había visto en el Café.
-¿No te acuerdas de mí?- contestó con una voz familiar.
-Claro que me acuerdo. Te has olvidado el tren en el Café Regional. – dijo, sacándose el trenecito del bolsillo.
-Te has olvidado de cuando soñabas con volar, mientras jugabas con tu cometa. Te has olvidado de cuando soñabas que viajabas en este tren y mirabas los paisajes a través de sus ventanas. Te has olvidado de mí.
Samuel se había sentido mareado, la cabeza le daba vueltas y no podía creer que ese niño pudiera estar realmente hablando de su infancia. Los recuerdos eran confusos, borrosos, creía recordar esos detalles, pero no estaba seguro. Ese niño, tan parecido a él mismo le había hecho pensar que podría ser él mismo. Con un susurro, como si estuviera muy lejos, y no a su lado, había escuchado la vocecita de aquel niño que le había dicho:
-Cuando me recuerdes, volveré a ti.


Se había despertado tiritando de frío, tumbado en el banco del jardín de Chronos. Había estado soñando. O tal vez no.

De camino al hotel pensó en muchas cosas. Estaba contento de cómo sucedía su vida, por supuesto, pero había dejado muchas cosas abandonadas durante el camino. Sueños en los que, de pequeño, había creído ciegamente.
Al llegar al hotel había llamado al servicio de habitaciones, pero nadie contestó. Tenía hambre y quería algo para cenar. Decidió cenar fuera, en el puerto, quizás, contemplando los barcos que salían a pescar al atardecer con sus diminutas lámparas.
Al salir del hotel vio una flecha pintada con tiza en la acera. Al mirar en esa dirección observó otra flecha pintada en la pared indicando doblar la esquina. Decidió seguir esa dirección y en el siguiente cruce de calles, había encontrado otra flecha señalando otra dirección. Dudó si seguirla o no, pero al final decidió hacerlo. Las flechas le habían hecho cruzar toda la ciudad hasta el límite oeste, el que daba a la playa.
A aquella hora, ya estaba anocheciendo y el sol se ocultaba tras la línea del mar, tiñéndolo de rojo. Era como si estuviera en llamas. Hacía tiempo que no había visto nada igual, tan hermoso y sobrecogedor, casi se le cortaba la respiración y de repente, la luz empezó a cambiar y a colorearlo todo de lila. Un destello apareció por encima del mar y unas escaleras hechas de estrellas y nubes empezaron a formarse delante de Samuel.
Las había subido hasta arriba del todo, maravillado de todo lo que veía.
Puntos de luz, como luciérnagas, se desplazaban de un lado al otro emitiendo brillos de colores olvidados hace mucho tiempo por las personas. Pequeñas nubes juguetonas del tamaño de una canica se enredaban en sus rizos y le parecía oírlas reír en sus orejas. Todo se había convertido en una espiral de luces, colores y sonidos que había empezado a marearle, pero se sentía tan seguro, tan a gusto que no quería que aquello terminara. Por supuesto, tenía que terminar y cuando recuperó la noción del tiempo y el espacio se encontró en la habitación donde tanto tiempo había pasado cuando era pequeño.
El niño del Café estaba jugando con su tren y le dijo a Samuel que jugara con él. Estuvo mucho rato jugando con el niño. Jugaron con el tren, se imaginaron grandes viajes a través de todos los países conocidos y otros que se inventaron. Jugaron con los muñecos que su madre le había traído de un viaje que había hecho a la China, aquel país que él se había imaginado lleno de colores y olores nuevos. Incluso jugaron con aquel caballo al que su perro le había arrancado las patas y que ahora volvía a estar entero. Salieron al jardín y jugaron con la cometa. La hicieron volar y se imaginaron volando como pájaros. Samuel había vuelto a ser un niño. Disfrutaba con cada juego como si fuera la primera vez que jugaba y estuviera descubriendo un mundo nuevo, de risas, colores y magia.
Y cuando se cansaron de jugar hicieron planes de todo lo que querían hacer cuando fueran mayores. Hablaron de sus viajes, de los sitios que iban a visitar y las personas que iban a conocer, de todo lo que iban a comer, de los colores que verían, de los olores que olerían… Dejaron volar su imaginación hasta que no pudieron más y se quedaron dormidos.
Cuando despertaron se prometieron que nunca más se olvidarían de las cosas que habían soñado y que siempre estarían juntos.
Los niños se despidieron y Samuel volvió a bajar por las escaleras de luces y colores, estrellas y nubes. Volvía a ser adulto.
Aquella noche había decidido terminar el viaje y volver a casa y empezar a construir la vida que quería.
A partir del día siguiente, había empezado a cambiar algunas cosas. Había dejado el trabajo, que tantas horas le había robado durante los últimos años. Había cambiado la relación con sus seres queridos y había descubierto que muchos ya no eran tan queridos, y que no le aportaban nada a su vida. Había empezado a viajar con más frecuencia, visitando todos esos sitios con los que había soñado, descubriendo todas las cosas que sólo había imaginado. Había conocido a gente nueva, gente que le había enseñado cosas nuevas. Gente con la que compartía algo más que falsas ilusiones.

Echaba la vista atrás y su vida había cambiado tanto... Era un adulto con el espíritu de un niño. Había encontrado una nueva forma de vida, un camino a seguir. El camino de los adultos que siguen teniendo la ilusión de los niños.
Sólo había hecho falta una noche, una sola noche, para cambiar su forma de ver la vida, para recuperar aquella forma de ver la vida que tenía cuando era pequeño.
Había encontrado el camino y sabía que nunca más lo iba a perder de vista, porque ahora sabía quién era, qué quería y cómo lo quería.
Frente al espejo recordaba todas esas cosas mientras nubecillas del tamaño de una canica se enredaban en sus rizos.
Y sonreía.
Sonreía porque era más feliz de lo que jamás había sido.
Sonreía porque había estado atrapado en el mundo de los adultos.
Sonreía porque había sabido escapar de esa trampa.
Sonreía porque se había reencontrado con el niño que había sido.
Sonreía porque sabía que la infancia es la patria de todos.
Sonreía porque ahora era feliz.



(ya lo sabes, este cuento es para ti)

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
todavía sonrío cuando leo tu cuento
gracias

Entradas populares de este blog

9 de enero de 2008

y después, el verano

remolinos