la piedra negra

El día siguiente empezó con una atmósfera bastante diferente. Era un día claro, vibrante, algo más cálido que los últimos días. En la posada, llena aquel martes de mercado, todo eran prisas. Los hospedados desayunaban rápidamente y salían del edificio con prisa hacia la plaza del mercado con intención de comprar alguno de los típicos cachivaches que sólo se vendían en aquella parte del país, pero al acercarse al mercado, se encontraban con algo diferente a lo que habían esperado. En el centro de la plaza, la multitud se concentraba alrededor de una pequeña piedra. Era negra y porosa y había caído hacía unos minutos directamente del cielo, justo en medio de la plaza. Todavía humeaba y nadie se atrevía a tocarla. La gente chismorreaba, preguntándose de dónde vendría y qué harían con ella. Elucubraban las teorías más disparatadas posibles y, aunque no fueran muy desencaminados, nadie sabría nunca de dónde había venido aquella piedra. En medio de aquel griterío apareció, corriendo y jadeando, el posadero, con la cara más roja que de costumbre. Llevaba en las manos unas pinzas de cocinar con las que, para asombro de todos los vecinos, cogió la piedra y la metió en un tarro en el que ponía “Miel” en letras grandes y rojas.
Aunque muchos le preguntaban qué hacía, él no pronunció una sola palabra. Su cara, pálida ahora, parecía hecha de piedra y sus ojos distantes, tenían un destello de fiereza que hizo que todo el mundo se apartara cuando se dirigió de vuelta a la posada con el tarro en las manos. Al poco rato y, después de murmurar algunas frases de indignación, sorpresa o temor, los vecinos retomaron sus quehaceres diarios y nadie más volvió a comentar el incidente.
De hecho, nadie volvió a recordar jamás lo sucedido.
Minutos antes, el detector de oscuridad había empezado a girar sus aspas y de las gemas habían aparecido pequeños rayos de luz de varios colores que se reflejaban en las paredes de la pequeña habitación. El vigía, acercándose discretamente a la ventana, había visto toda la escena y desde su posición privilegiada había observado todos los detalles de la escena, imperceptibles para los demás transeúntes y cuando escuchó cerrarse la puerta de la posada, cerró su propia habitación con llave.
Nadie debía interrumpirle.

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