la Maldición

El Vigía acababa de llegar al callejón. Era demasiado tarde para evitar que la Madre Rosario desatara, sin quererlo, la Maldición. Pero no era demasiado tarde para evitar que la plaga se extendiera.
Con un ligero pero amplio movimiento de sus brazos trazó un círculo en el aire. Alrededor de los damnificados se formó una especie de cúpula dorada que los rodeaba y contenía. Poco a poco, la cúpula fue estrechándose y apilando en su interior a los pobres desgraciados. Los gritos desgarradores se podían oír a kilómetros de distancia y con ellos, una sensación de desesperación que penetraba en cada rincón del alma de quien pudiera estar escuchando.
Un chispazo en el interior del semicírculo, indicó que había llegado el momento de actuar. Lanzando un rayo de plata a su interior, transformó a todos los aldeanos en una sola figura, la figura que estaba detrás del malvado plan.
Esperando ver un ángel de alas negras, un dragón o una serpiente, se sorprendió mirando frente a frente un niño pequeño de dorados rizos y sonrisa temblorosa. Le miraba vacilante, con miedo en sus grandes y destellantes ojos azules.
Aquello sólo podía significar dos cosas. La primera, que las Señales que había recibido el Oráculo no fueran las que estaban esperando y aquello no fuera nada más que una pequeña travesura de algún angelito revoltoso y aburrido o que Lucifer hubiera adoptado una nueva forma para presentarse en la tierra y engañar así a cualquiera que quisiera oponerse a sus planes.
Una situación crítica.
¿Y ahora qué debía hacer?
Si se lo planteaba demasiado, el tiempo necesario para ello supondría una ventaja para su enemigo y podría perder la oportunidad de terminar con el Mal de una vez por todas.
Si acababa con aquel pequeño gamberro libraría al mundo de una posible amenaza que llevaría a la destrucción de Todo, pero si al final resultaba que sólo era una gamberrada del chiquillo, no podría revertir su hechizo, destruyendo así la vida de los inocentes aldeanos.

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